Medio: El Deber
Fecha de la publicación: jueves 08 de mayo de 2025
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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En Bolivia, el poder sigue
refugiándose en los símbolos del pasado. El relato oficial insiste en una
historia inmutable, en una identidad étnica cerrada, en una concepción de
nación más aferrada al mito que a la ciudadanía. Sin embargo, hoy, cuando el
mundo se redefine a cada instante, esa visión encierra y no libera. Bolivia
debe dar un paso adelante: salir del pasado y abrirse al mundo, con una mirada
que combine libertad individual, pluralismo y modernidad.
El proyecto del Estado Plurinacional, concebido en su origen como una
reparación simbólica e histórica, ha degenerado en una estructura etnocentrista
que reduce al ciudadano a una identidad colectiva impuesta. Lo que debiera ser
una celebración de la diversidad cultural ha acabado convirtiéndose en un
sistema de compartimentos estancos desde los que se reparten privilegios,
cuotas de poder y lealtades políticas.
Este
modelo no solo ha fragmentado la noción de ciudadanía común, sino que ha
legitimado prácticas autoritarias bajo el ropaje de la “democracia
intercultural”. En nombre de lo indígena, se relativizan principios universales
como el debido proceso, la libertad de expresión o la igualdad ante la ley. Y
mientras tanto, determinadas élites manipulan las comunidades para consolidar
un poder caudillista, tanto a nivel local como nacional.
No se trata de negar la pluralidad cultural, sino de superar su
instrumentalización política. Bolivia necesita reconstruir su contrato social
desde una base universal: el respeto a los derechos individuales, el Estado de
derecho, una economía abierta con reglas claras y una democracia representativa
ajena al esencialismo identitario.
Esto
no implica rechazar lo indígena, sino integrarlo en un proyecto común
respetuoso, pero no excluyente, libre y no esencialista. El liberalismo
centrista representa esa vía intermedia: respeta las diferencias sin
convertirlas en fronteras, defiende el mercado sin despreciar lo público y
antepone la libertad a las etiquetas ideológicas.
La ciudadanía del siglo XXI no puede basarse en el origen étnico, sino en la
igualdad ante la ley y el ejercicio responsable de la libertad individual. El
acceso a la justicia, la representación política o los servicios públicos no
debería depender del apellido ni del idioma materno, sino de la condición de
ciudadano.
Abrirse
al mundo no es claudicar ante lo extranjero, sino entrar en diálogo con él,
aprender de sus aciertos y errores, y participar en sus redes de conocimiento,
innovación y progreso. La modernidad no destruye las raíces; las libera de la
instrumentalización ideológica.
La
auténtica revolución pendiente en Bolivia no es simbólica ni meramente
institucional: es constitucional. El modelo del Estado Plurinacional, ha
degenerado en una estructura rígida, etnocéntrica y funcional al autoritarismo.
Ya no basta con reformar leyes secundarias ni “corregir excesos”. Es necesaria
una nueva Constitución, que reconstruya el pacto fundacional del país desde la
ciudadanía plena, el pluralismo político y la modernidad democrática.
Una
nueva Carta Magna debe reconocer la diversidad sin convertirla en una
jerarquía, debe proteger los derechos colectivos sin anular las libertades
individuales, y debe abandonar definitivamente el uso político de la identidad
como herramienta de control social. Una Constitución en clave de convivencia
política, republicana, integradora y abierta al mundo: esa es la reforma de
fondo que Bolivia necesita para dejar de girar en círculos y empezar, de
verdad, a avanzar.