Medio: VISION 360
Fecha de la publicación: miércoles 05 de febrero de 2025
Categoría: Representación Política
Subcategoría: Democracia paritaria
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Bolivia es uno de los países de América Latina que implementó varias políticas sociales de vanguardia los últimos 25 años de vida democrática. Algunas iniciativas destacables son la exigencia de tener un 50% de mujeres para las elecciones, tanto presidenciales como para las gobernaciones y las contiendas electorales municipales. Asimismo, la aprobación de la Ley de Identidad Género en el año 2016, así como la Ley 348 para una vida libre de violencia a favor de las mujeres, marca importantes hitos en la ampliación de los derechos sociales. Sin embargo, la “violencia irrefrenable” contra las mujeres persiste. ¿Por qué? ¿Cuáles son las razones estructurales que explican lo que parece ser un fracaso inexplicable de las políticas de género? Tantos esfuerzos y acciones de cientos de organizaciones no gubernamentales que hicieron buen dinero con el tema de la “equidad de género” pero, finalmente, todo el trabajo se hundió en casos de violencia y muerte a cada momento. Inversión cuantiosa y un “cero-retorno” dentro de una inexistente cultura de cambio. Las mujeres siguen sufriendo la exclusión y el terror, así como continúan siendo objetos de intercambio sexual en las universidades, instituciones de todo tipo y, sobre todo, en la política criolla. Las mujeres empoderadas son, en el fondo, un puñado inmutable.
Esta discusión es relevante para las políticas públicas en Bolivia porque se requiere hacer una evaluación retrospectiva sobre la violencia estructural contra las mujeres que, prácticamente, ha recrudecido en el periodo histórico 2013-2025. La eliminación de la violencia exige una necesaria reorientación de las identidades colectivas sobre la masculinidad y la feminidad. El estigma del “macho y bien hombre” se resiste a morir y, como una ola vengativa, se estrella contra cualquier mujer.
En el debate existe una contradicción entre la evolución de los sistemas democráticos, con su correspondiente aumento en las libertades políticas y el ejercicio de todo tipo de derechos, frente a la perdurabilidad del patriarcalismo y el sentido de superioridad masculina que menosprecia a las mujeres, fomentando el aumento de la violencia. Lo que se sabe con claridad es que la independencia económica de las mujeres, junto con el aumento de sus posibilidades de educación, hacen que la esfera doméstica deje de ser el escenario por antonomasia para el desarrollo de las mujeres. Esta realidad es lo que enfurece a cualquier macho. Las mujeres están abandonando sus hogares para ser ellas mismas, solas, independientes y con una nueva identidad de “confrontación” que conquista espacios en el mercado laboral, las diferentes esferas de educación y en el liderazgo de la acción política.
Lo que necesita mayor investigación gira en torno a cómo la cultura doméstica de las familias, escuelas y universidades siguen y siguen transmitiendo estereotipos conservadores para convertir a las mujeres en sujetos que están a “merced” de la dominación masculina y bajo la doble moral de las instituciones estatales donde tiende a normalizarse la violencia doméstica, el acoso laboral, sexual, los feminicidios y la retardación de justicia. Los feminicidios quedan atrapados en las fiscalías e investigaciones policiales, generándose varios prejuicios en contra del feminismo y revictimizando constantemente a las mujeres. “Ellas se lo buscan porque debían haber sido más obedientes”, parece decir el mantra de los entresijos institucionales. En los delitos de estupro, abuso sexual y violación, las mujeres se encuentran en desventaja frente a los jueces, perpetradores y redes de comunicación que prefieren arrinconarlas en el agujero de la resignación: el hombre es el cazador y la mujer siempre la “presa”, así que quien domina es el varón, mientras que las mujeres deben prepararse para eventuales e “inevitables agresiones”. Esto es completamente falso y requiere soluciones drásticas, así como juicios efectivos y sanciones ejemplares.
Solamente en el periodo 2023-2024, la Fiscalía General del Estado en Bolivia registró, en promedio, más de 50 mil casos de violencia contra las mujeres, tipificados en la Ley 348. Estas cifras incluyen múltiples delitos, siendo la “violencia familiar” o doméstica el delito más frecuente, seguido de abuso sexual, violación y violación de infantes, niñas, niños o adolescentes. Los departamentos más violentos están en el eje de Santa Cruz, La Paz y Cochabamba.
La violencia doméstica en Bolivia expresa, sencillamente, que las mujeres ya no pueden confiar, ni sentirse seguras en sus casas, un espacio que, por definición, es uno de los lugares para satisfacer las expectativas de logro y permitir la reproducción de una convivencia éticamente aceptable en el desarrollo humano para cualquier persona.
En las denuncias sobre feminicidios, sorprenden las formas cada vez más sangrientas de la violencia. Las mujeres son sometidas a diferentes vejaciones sexuales y, posteriormente, asesinadas. Dentro de la mayor parte de los casos, aún a pesar de que denunciaron a los agresores ante las instancias judiciales con anticipación e insistencia, las autoridades judiciales y policiales no hicieron nada, menospreciando el riesgo que corrían las mujeres.
La gran mayoría no tuvo ningún tipo de ayuda “oportuna”, ni tampoco sus hijos. Lo mismo ocurrió con las víctimas que sobrevivieron, pues en muchas situaciones solamente se beneficiaron de una protección endeble después de los actos violentos, sobre todo porque la Fiscalía y el Defensor del Pueblo tienen miedo a los escándalos en los medios de comunicación. Propaganda, verdades a medias y reacciones tardías son las respuestas que caracterizan al sistema de justicia y a la policía, cada vez involucrada en graves hechos de corrupción. Es por esto que no se debe, ni se puede dejar pasar las denuncias de estupro que involucran a Evo Morales, Manuel Monroy y otros personajes que se ocultan detrás de un razonamiento estúpido: las mujeres son las que buscan, a propósito, y debido a su conducta lasciva, la violencia y el abuso. Esto también es absolutamente falso.
El aumento de la violencia contra las mujeres en las esferas domésticas, laborales y políticas tiene su origen en una “crisis de la identidad masculina”, la cual se siente amenazada y, en consecuencia, se resiste a aceptar los costos económicos, políticos e individuales que implica el reconocimiento de derechos equitativos para las mujeres. En Bolivia, la violencia es infligida, además, como un método de “educación por la fuerza” para niños, mujeres y adolescentes. Existen datos preocupantes sobre una elevada incidencia del castigo físico y la violencia psicológica que, erróneamente, es una práctica tradicional muy enraizada para lograr “obediencia”, disciplina y así aplacar la autonomía individual, sobre todo en las mujeres.
En un sistema democrático, la ampliación de los derechos sociales y las políticas de equidad de género han creado una frustración socio-ideológica en la identidad de la dominación masculina, la cual, más allá de las profesiones, oficios y clases sociales, se estrella con violencia hacia las mujeres, haciendo fracasar las políticas de género y reforzando los patrones autoritarios de la violencia estructural en los ámbitos familiares, económicos y políticos de todo el país. Una venganza soterrada y explosiva, al mismo tiempo. El machismo no solamente es un prejuicio sobre la superioridad viril y masculina, sino también un trastorno antidemocrático que se convierte en un lastre inútil, frente a la autonomía de las mujeres que, más temprano que tarde, desdibuja las identidades masculinas. Esto es, definitivamente, positivo e imprescindible.
La poca cultura democrática y las políticas de equidad de género crearon una profunda crisis de identidad en los patrones de la masculinidad. Esta crisis, en cierta medida, se niega a destruir las formas de “superioridad varonil” por medio de acciones violentas y un discurso machista que, sutilmente, continúa siendo estimulado desde múltiples ámbitos institucionales, especialmente en la política donde las formas de “poder y sometimiento” consideran siempre a toda mujer como objeto de placer y de desecho.
La reorientación o destrucción la masculinidad para contribuir a nuevos patrones de equidad y desmonte la dominación patriarcal, tiene que ser un buen comienzo para controlar también la violencia contra las mujeres que, hasta el momento, sólo goza de la crónica roja, indiferencia y oculto desinterés de parte del Estado, la iglesia, los medios de comunicación y varias organizaciones feministas. Hay que ir hasta el final en las denuncias y liberar por completo a las mujeres de cualquier lazo emocional, financiero y religioso. Éstas deben romper con todo y “ser ellas mismas”, sin padre que las proteja, sin jefe que las subyugue, sin sacerdote que las castigue y sin maestro que las engañe.