Medio: La Razón
Fecha de la publicación: jueves 23 de agosto de 2018
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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Cada año es más evidente la existencia de movimientos ocultos detrás de los fondos estatales por parte de los “servidores” públicos. A su vez, las contralorías, procuradurías, fiscalías y demás instituciones que se supone deben velar por los intereses de la sociedad y el Estado ejercen por lo general un papel complaciente con las autoridades y el poder. Por ejemplo, muchas de estas instituciones responden con indiferencia y desidia frente a las denuncias emitidas por algún valiente desde el ámbito público o privado; conducta que facilita y alienta la corrupción. Los contratos obtenidos por la multinacional brasileña Odebrecht es un ejemplo reciente de la megacorrupción estatal presente en la mayoría de los países de América Latina y del África, e incluso también en Estados Unidos.
Los casos de corrupción, tráfico de influencias y el lavado de activos han tenido efectos importantes en la política latinoamericana, al punto de producir la debacle de gabinetes, presidentes y expresidentes como Alberto Fujimori, Pedro Pablo Kuczynski y Alejandro Toledo en Perú; Dilma Rousseff en Brasil, Otto Pérez Molina en Guatemala, y ahora último Cristina Fernández de Kirchner en Argentina. Previsiblemente en el futuro saldrán a la luz más hechos de corrupción, luego de que se recuperen instituciones democráticas que hoy se encuentran al servicio de algunos gobernantes corruptos.
A nivel de distritos, provincias y gobiernos regionales o departamentales también campea la corrupción. Pero en muchos de estos casos los montos comprometidos suelen ser una “minucia” respecto a las grandes cifras que se manejan en el nivel central; y por ello no suelen merecer mayor atención de parte de los órganos de control y fiscalización estatal; así como de la prensa de investigación. Los hechos de corrupción cometidos en “provincias” difícilmente atraen la atención de las entidades gubernamentales del nivel central a menos que incluyan hechos sangre o afecten intereses de algún grupo económico transnacional afín al gobierno de turno.
El centralismo imperante en los gobiernos de América Latina no les permite ver a los ciudadanos que la corrupción no solo ocurre en las grandes urbes, sino también en los gobiernos locales que muchas veces administran presupuestos ínfimos. Esta visión también impide realizar una valoración objetiva del daño que se genera a la población más desfavorecida, la cual es privada de servicios básicos, reconocidos hoy en día como derechos humanos (salud, educación, justicia, etc.). Además, la impunidad campea al punto de que hemos llegado a asumir a la corrupción como algo “normal”. Vivimos tiempos de descomposición del poder político, económico y burocrático; con la instrumentalización de instituciones clave del Estado en favor del enriquecimiento de ciertas autoridades. La red de corrupción judicial y sus vínculos con políticos destapada recientemente en el Perú refleja esta pesadilla.
En esta perspectiva y valorando nuestro contexto, tomando en cuenta que se avecinan elecciones nacionales y subnacionales, la población está llamada a desechar la mordaza de la pasividad y el miedo, a tiempo de asumir un efectivo control del poder estatal eligiendo adecuadamente a sus autoridades. Ningún político corrupto merece representarnos ni gobernarnos. Las urnas son la vía democrática para decidir si seguimos en la vía de la corrupción o para erradicarla de nuestra sociedad.