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Medio: El Deber
Fecha de la publicación: lunes 01 de julio de 2024
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Acciones contra la democracia
Dirección Web: Visitar Sitio Web
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El poder político puede convertirse en un arma suicida para quiénes lo ejercen alejados de los límites y controles reales y efectivos que tienen todos los sistemas democráticos. El ejercicio del poder político no sólo desgasta, obnubila y embrutece a la mayoría de las personas, sino también las enferma y puede terminar liquidando ─física y espiritualmente─ hasta a los hombres y mujeres más “fuertes”. La historia está llena de ejemplos. De ahí que para terminar de conocer, en su verdadera dimensión, a las personas hay que reconocerle y proporcionarle poder y veras hasta dónde pueden llegar.
La enfermedad del poder existe y comienza por minar los sentidos del gobernante (y comandante). No todos los presidentes tienen la capacidad y la suficiente lucidez e inteligencia para administrar y, al mismo tiempo, controlar el “maravilloso instrumento” del poder. Aunque siempre hay excepciones, el gobernante ni bien trepa al poder, comienza a perder la perspectiva de la realidad. A veces el giro es tan grosero que desconcierta hasta a sus más íntimos y cercanos. Los halagos de sus colaboradores, amigos, familiares, entre otros, termina con la humildad (si es que antes hubo), y empieza a distanciarse de sus bases y a renegar y, en algunos casos, a despreciar sus orígenes y los procedimientos democráticos que lo encumbraron.
En el ejercicio del poder también afloran los bajos instintos, las traiciones, el transfugio, las ideas suicidas, los apetitos personales, los aires de grandeza, la soberbia, la arrogancia, la sorna, etc. La casta gobernante, por lo general, se vuelve negacionista: niega la crisis generalizada, la falta de dólares, la falta de combustibles, la elevación de los precios de la canasta familiar y cuando se pone en evidencia comienza ha echarle la culpa al imperio, al clima, a las protestas sociales, etc.
Que los gobiernos del MAS se hayan encargado de licuar la institucionalidad democrática, y no haya división e independencia de poderes, constituye una típica enfermedad del poder. Que un ministro haya salido a bailar en señal de triunfo, y haya enfurecido a una buena parte de la población, también. Que un general del ejército (de verdad o de mentira) haya amenazado subvertir el orden constitucional, a plena luz del día, igualmente pone de manifiesto esta enfermedad de la dinámica política.
Sin embargo, esta enfermedad del poder político (o falta de poder) constituye no solo una amenaza, sino que termina pervirtiendo sistemáticamente los valores democráticos y los principios republicanos. Y como la institucionalidad se ha debilitado y en muchos casos quebrantado, cabe invocar la Carta Democrática Interamericana que busca, precisamente, proteger a los países americanos cuanto se rompe el orden constitucional. La defensa de la democracia, los derechos humanos, los valores y principios constitucionales, pasa a ser una responsabilidad de todos los países miembros.
La democracia es imprescindible para la convivencia ciudadana. El artículo 3 de la Carta dice que “son elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al Estado de Derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos”.
El sistema democrático no se agota con los procesos electorales, sino que se expresa también en el ejercicio legítimo del poder. La crisis política, económica y social puede generar una convulsión general, y lo peor es que las desgracias no vienen solas. La defensa real de los valores democráticos es una tarea de todos, por la sencilla razón que son ―universales y sagrados― y su protección no debe tener colores políticos. Ningún ciudadano debe quedar indiferente ante los abusos del poder donde el gobierno, lejos de buscar una reconciliación nacional, se encarga de polarizar a los bolivianos que están además bajo amenaza de una crisis generalizada.
El gobierno, las fuerzas representativas y la sociedad organizada tienen que restituir la institucionalidad y garantizar los valores democráticos y la convivencia pacífica y civilizada de todos los bolivianos.