Medio: La Razón
Fecha de la publicación: domingo 03 de marzo de 2024
Categoría: Debate sobre las democracias
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El comunicador político argentino, Mario Riorda, publicó en su cuenta de X unos datos muy interesantes relativos a la devaluación del debate público. Los datos los extrajo del artículo en inglés “Examen de las tendencias de largo plazo en la política y la cultura a través del lenguaje de los líderes políticos y las instituciones culturales”, de Kayla Jordan et al. Este documento analiza textos políticos, discursos e intervenciones en las cámaras de todos los presidentes de Estados Unidos, Reino Unido, Canadá y Australia, así como dos millones de artículos del New York Times, 5.400 libros, los subtítulos de 12.000 películas y las trascripciones de 20 años de la CNN, entre los años 1800 y 2000. Como resultado, el estudio llega a la conclusión de que en los últimos dos siglos hay un “decrecimiento promedio del pensamiento analítico (capacidad argumental coherente) y una caída estrepitosa de este tipo de pensamiento en los debates políticos”.
No hay que ir tan lejos para saber que el debate público, los ataques sin argumentos, con descalificaciones personales, son el pan de cada día en la esfera pública mundial y, asimismo, en la boliviana. Esta semana, la cámara de Diputados dio nuevamente la nota con dos peleas campales en torno a la definición del orden del día de una importante sesión. El bochorno fue tal que hasta medios internacionales cubrieron lo que pasó. Vimos a diputados y diputadas cumplir tareas específicas, como tomar la testera, cuidarla, empujar, jalonear, escupir, exponer técnicas de box, hacer reclamos acalorados por el refrigerio… Para alimentar aún más el show, los diputados sacaron sus cámaras y filmaron episodios específicos para documentar quién era más bárbaro. Estos “representantes” han perdido tanto el respeto al país como se lo han perdido a ellos mismos. Puesto que las bancadas de las tres fuerzas políticas con representación parlamentaria están divididas, la lluvia de insultos y golpes no solo se produjo entre adversarios conocidos, sino también entre excompañeros y examigos, lo que volvió todo aún más absurdo y triste.
Hoy no falta quien se desgarre las vestiduras por lo sucedido en la Asamblea Legislativa, sin pensar que no fue un rayo en cielo sereno, sino la continuación de las borrascas que sacuden el debate político boliviano en los medios tradicionales y las redes. Es cierto que estos espacios, por ser virtuales, no permiten un ejercicio de la violencia física. En cambio, ¡qué despliegue de violencia verbal y psicológica al que dan lugar!
Hemos llegado a un punto de la polarización alimentada por estos nuevos medios de comunicación y que se expresa en la debacle del razonamiento analítico de la que alerta Riorda, que los políticos democráticos hoy temen llegar a acuerdos y ser vilipendiados por eso. En las últimas semanas, todas las fuerzas políticas se han acusado entre sí por haber establecido alguna negociación con el “enemigo tradicional”. Los acuerdos que se han dado hasta ahora, como el que permitió la elección de Andrónico Rodríguez en el Senado a cambio de una agenda legislativa pactada, han sido el resultado de la necesidad antes que del reconocimiento del valor del pluralismo y la cooperación políticos.
El miedo al pacto tiene razones históricas en nuestro país; el concepto remite a muchos al compadrerío que reinó en los años 90 bajo el nombre de “democracia pactada”, un tiempo en el que se confundió pluralismo con cuoteo y difuminación de las fronteras ideológicas por razones oportunistas. Luego de este periodo de corrupción y de arrogancia de los políticos profesionales, que hacían lo que les daba la gana con los ciudadanos, vivimos 13 años de hegemonía del Movimiento al Socialismo (MAS), un lapso en el que los acuerdos con los adversarios se hicieron innecesarios para quienes ostentaban el poder y en el que todas las alianzas se produjeron, por tanto, entre similares (fracciones internas del MAS o articulaciones opositoras). Este largo periodo de hegemonía de un solo partido, completamente extraordinario en la historia del país, bloqueó la capacidad del sistema político para tramitar desavenencias y conflictos por medio de pactos y dio origen a la polarización MASantiMAS, que hoy continúa y explica el temor de varios actores a trabajar de forma pactada junto con sus adversarios.
Pues bien, nadie que tenga sentido de la realidad puede llegar a creer que el bipartidismo MAS-antiMAS, asimétrico por el mayor peso del primero respecto del segundo, volverá en el corto plazo y reordenará el campo político. El MAS ha perdido los dos tercios por razones que no parece sencillo revertir dentro de las actuales circunstancias. Los políticos, por tanto, están llamados a encontrar otro modo de adaptarse a la realidad actual del país y el mundo. Su principal misión, la que les da sentido, es asegurar un orden político más o menos factible, sin hegemonía. Puesto que el MAS ya no puede garantizar estabilidad política, el nuevo orden político solo puede ser el resultado de un tiempo de transición en el que emerja un pluralismo radical (lo explicaré enseguida).
La sociedad esta ideológicamente polarizada en todo el mundo. La lucha ideológica entre los polos no es puramente racional; se sustenta siempre en un elemento de tipo emocional, con el que las masas se identifican. Como dice Chantal Mouffe, toda ideología es una pregunta sobre quiénes son ellos y quiénes somos nosotros. Esto tiende a formar identidades que chocan entre sí y que pueden terminar declarándose la guerra. Mouffe y su pareja, el desaparecido Ernesto Laclau, creen que esta tendencia es peligrosa e inaceptable dentro de una “democracia radical”. Por tanto, deben atenuarse por medio de un pluralismo también radical. Estos autores repudian la tendencia liberal a reprimir el carácter antagónico de la lucha política, pero al mismo tiempo creen que el antagonismo no debe convertirse en guerra civil. La clave reguladora es la conciencia de la comunidad.
Este “pluralismo radical” es un proyecto antes que una realidad, pero, en mi opinión, sirve de referente de la transformación a la que debemos propender. Los pactos de nuestro tiempo no deben hacerse para lograr la exclusión del pueblo o buscar beneficios personales. Deben tener como norte el atemperar la violencia implícita en la lucha política, al mismo tiempo que reconocen el carácter permanente e irreductible de la lucha de clases.
Puesto que formamos una sola comunidad, declaramos que no nos haremos la guerra, aunque esto no impida que nos enzarcemos en disputas ideológicas. En este marco, los pactos no comprometen a nadie, no mancillan ninguna bandera. Son la última posibilidad para evitar la guerra como la política por otros medios.
(*)Susana Bejarano es politóloga