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Medio: El Diario
Fecha de la publicación: martes 28 de noviembre de 2017
Categoría: Procesos electorales
Subcategoría: Elecciones judiciales
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Un juez es el abogado que posee autoridad para instruir, tramitar, juzgar, sentenciar y ejecutar el fallo en un pleito o causa. Sin duda es el más grande oficio que puede ejercer un abogado. Porque significa la más elevada y delicada misión que puede ser encomendada a un ser humano, que es la de ser investido de la función de juzgar a otros, a fin de darle efectividad, protección o reparación a un derecho desvalido, o realización de un deber incumplido, o de decidir si alguien es o no culpable y merezca o no un castigo. Se entiende que ejercer esos cargos es y representa estar en la cima judicial, lo que se traduce en ostentar méritos y un cúmulo de valores y principios al servicio del Derecho, en la vida profesional de los que accedieran a dichos cargos.
Los servidores de estas instituciones, rectoras de la Administración de Justicia en el país, en su ministerio están constreñidos moral y profesionalmente a aplicar de manera implacable el rigor de la ley, con honestidad, lucidez y transparencia, solo al servicio del valor Justicia, que en definitiva es su producto. Proceder contra este lineamiento institucional será un despropósito y significará un proceder engañoso e ilícito, conducta tipificada como delito, que se denomina prevaricato.
En el país, cada día han brotado como epidemia viral actos de corrupción en este ámbito, nada es más profundamente doloroso e indignante recibir como noticias, denuncias, que dan cuenta de conductas de las que, al parecer, son responsables unos colegas (¡qué vergüenza!), que de ser así, mancharon -a base de traficar sentencias de absolución y otras irregularidades- los palacios de justicia que indignamente han ocupado y donde, con tanta devoción, otras generaciones de jueces, hombres y mujeres de bien han esculpido referencias de probidad, carácter y moral funcionaria.
La corrupción en la administración de justicia es ni más ni menos la corrupción de la sal, de la que habla la Biblia como una hipótesis impensable. Como algo que no puede ocurrir, porque esto no puede ser, y si lo es, hay que ponerle atajo en el acto. ¿Cómo?, esclareciéndolo, juzgándolo y sancionándolo sin tibieza ni contemplaciones. Y no debe volver a pasar. No, además, si de verdad apuntamos a la paz, de la que la justicia es cimiento indispensable e insustituible.
Los postulantes a los cargos judiciales que fueran elegidos, en su ardua labor a desplegar, todos sin excepción deben garantizar una conducta idónea, honesta, imparcial y un acendrado apego a cumplir el deber por vocación al deber y no a la recompensa, sepultando para siempre los códigos perversos, acuñados hasta ahora, de la dádiva y el clientelismo político. La vida nacional trasciende mucho más allá de los regímenes circunstanciales, siendo sus jueces operadores eventuales, pagados con el erario nacional, traducidos en el dinero del pueblo.
El pueblo boliviano anhela hace mucho tiempo, mucho más de los 11 años del actual régimen, un cambio en esta noble pero sagrada labor de administrar justicia, que sea sinónimo de celeridad, oportunidad, transparencia, imparcialidad y, sobre todo, que garantice lo que es el derecho, “dar a cada uno lo que le corresponde”; obedeciendo con reverencia a la aplicación de la Constitución y las leyes. De ser así, se habría cumplido ese sueño del colectivo boliviano, de lo contrario constituirá una estafa colectiva.
El autor es abogado y ex Fiscal de Materia.