Medio: Asuntos Centrales
Fecha de la publicación: viernes 06 de octubre de 2023
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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De los múltiples factores de conflictología que exasperan al Estado boliviano y que conmueven sus estructuras en lo político, organización del poder y cohabitación pacífica de la sociedad, es el reeleccionismo de autoridades uno de los que acelera la decadencia superlativa. Los mexicanos, que ya vivieron esto angustiosamente hasta causar una revolución transformadora, escribieron en su texto constitucional: “… el ciudadano que haya desempeñado el cargo de presidente de la República, electo popularmente, o con el carácter de interino, provisional o substituto, en ningún caso y por ningún motivo podrá volver a desempeñar ese puesto”.
“Sufragio efectivo, no reelección” fue el emblema, la consigna política que completó la derrota de Porfirio Díaz en México. Cuando fue planteado por Francisco Madero en 1910, Díaz contaba ya con 35 años en la presidencia de México. Un sistema de reelecciones continuas había transformado sus sucesivos gobiernos en un proceso dictatorial. La constitución de 1857 permitía la reelección inagotable y Porfirio Díaz utilizó la permisividad constitucional para legitimar sus eternas victorias entrampando el sistema electoral en fraudes y oscuras operaciones del voto popular. Frente a él, desafiante e interpelador se situó Francisco Madero, quien convocó a los mexicanos a levantarse contra el porfiriato e instituir elecciones libres. Fue entonces que en el manifiesto político que popularizó en aquel año, fundó un principio político que fue el eje de su campaña: “Sufragio efectivo, no reelección”. Este lema que acompañó a Madero advertía sobre el freno que constituía el reeleccionismo: impedía el respeto a la voluntad popular, a la institucionalidad de los procesos electorales y a la posibilidad de enfrentar los intereses creados y vinculados en torno al poder político. “Sufragio efectivo, no reelección” fue el inicio de la revolución mexicana, fue también la salida del dictador Porfirio Díaz y la imposibilidad constitucional, en adelante, de que el reeleccionismo quebrante la institucionalidad y la democracia.
En el año 2019, en pleno ejercicio de su mandato, el presidente Andrés Manuel López Obrador, ante los constantes pedidos y rumores de una posible reelección, se comprometió y obligó, mediante la firma de una carta, a que no se reelegirá. Una acción de respeto y responsabilidad con la historia de México y con su Constitución Política. Porfirio Díaz declaró en 1908, durante una entrevista periodística, algo próximo a esto. No cumplió su palabra y tampoco su promesa, volvió a reelegirse.
La reelección en sentido positivo, busca otorgar al periodo constitucional y al ejercicio del gobierno una posibilidad de continuidad en la gestión. Proyectos, obras, derechos, transformaciones, procesos económicos, productividad y otros eventos deben tener la posibilidad de concluir sus ciclos de implementación. Tiene esto un alcance de racionalidad y comprensión aceptable. Pero el reeleccionismo es una deformación de esta posibilidad. Y es el reeleccionismo obsesivo, la incontinente y abusiva fascinación a perpetuarse en el poder, el imaginado señalamiento divino de ser el elegido el que se ha instalado en nuestra política desde el año 52, terminando con procesos políticos que quedan expuestos al fragor de la desenfrenada ansia de poder político.
La perturbadora fijación por la reelección obliga al hombre y a la mujer, al dueño o dueña del poder político, a buscar ampliar su base social, los espacios clientelares, la cooptación de las instituciones y organizaciones sociales, la compra y el sometimiento de los dirigentes sociales y políticos y; por supuesto, con mayor evidencia y sensación social, a la instrumentalización de la justicia, a la desinstitucionalización del Estado y a la búsqueda de formas de apropiación de recursos económicos estatales -la generación de formas sofisticadas de corrupción-. Las ansias de poder y de perpetuación en el gobierno del Estado se anexan a intereses diversos: recursos naturales, satisfacción de egolatrías y envanecimiento político y personal. En el intento de “estar siempre” en el poder, las gestiones de gobierno priorizan el interés propio y político antes que las necesidades que la sociedad demanda. De forma inmediata, instalados en el poder, la maquinaria por la reelección echa a andar su aparataje.
Terminar con el reeleccionismo es arrebatar la pulsión mayor del poder, del descontrol, de la irracionalidad, de la antipolítica y de la obsesión por permanecer. Nada de grandezas, solo procesos obligados. Hoy, la institucionalidad del Estado se encuentra degradada porque la competencia por el monopolio del poder político en la perspectiva de administrar el Estado desvía toda posibilidad de implementación de políticas públicas. La modernización del Estado, la construcción de un itinerario sensato para la sociedad, la resolución de los problemas estructurales de la organización estatal están subalternizados en importancia a la reelección.
Un solo periodo de seis años y sin reelección, desposeídos del instinto natural pero ya indignante del obsesivo acaparamiento de poder, solo con la posibilidad de gobernar enfocados en unos años que no tendrán repetición. Sin dueños eternos del poder, las nuevas generaciones podrán incorporarse de forma natural al protagonismo político y abandonar la resignación actual de subordinaciones obligadas.
Maquiavelo decía que la ambición es tan grande en los hombres que, para satisfacerla, no tienen reparo en perjudicar a otros. El daño, hoy, está en el reeleccionismo insistente y perturbador que degrada la calidad de la democracia y anula la construcción de instituciones independientes.