Medio: El Deber
Fecha de la publicación: lunes 02 de octubre de 2023
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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2003 fue un año trágico para la democracia boliviana; entre febrero y octubre se escribieron páginas de luto y dolor. Primero fue el impuestazo anunciado por Gonzalo Sánchez de Lozada el 9 de febrero, medida que desató una férrea resistencia popular y que se saldó con la muerte de 33 personas.
Es necesario recordar que una marcha de estudiantes del Colegio Ayacucho llegó hasta las puertas de Palacio de Gobierno y, ante la sorpresa de la escolta presidencial, los escolares lanzaron piedras, patearon puertas y rompieron vidrios del emblemático edificio. Fue la chispa que provocó todo un estallido
¿Quién debió evitar el ataque a Palacio? La Policía Boliviana, pero los miembros de la institución estaban amotinados porque fueron los primeros en rechazar el llamado impuestazo. Horas más tarde, francotiradores policiales se apostaron el techo de la Cancillería, a 100 metros de Palacio, y en varios edificios aledaños. Dispararon a matar y las balas llegaron hasta el despacho presidencial y varios lugares en los que el primer mandatario realizaba sus tareas habituales. Claramente, era una conspiración en marcha.
Por su parte, la Policía Militar tomó el control del Palacio y sus efectivos también buscaron las alturas para responder al ataque y así la Plaza Murillo se convirtió en una zona de guerra en la que comenzaron a anotarse los decesos.
En medio del desconcierto llegaron las marchas, los excesos y saqueos en varios centros comerciales de La Paz y El Alto. Algunos negocios nunca más volvieron a abrir. Al final, el Gobierno tuvo que dar marcha atrás y comenzó la lenta agonía de un régimen débil, legal pero ilegítimo que estaba sostenido por una suma de votos parlamentarios logrados gracias a la siempre detestable repartija de pegas en el aparato público.
La tensión se prolongó por ocho meses hasta que en octubre se produjo una nueva revuelta, con bloqueos de caminos y protestas violentas en varias capitales del país. La crisis escaló muy rápido y se sintió la falta de combustibles en La Paz. En esa circunstancia, Carlos Sánchez Berzaín, ministro de Defensa, optó por el uso de la fuerza militar e instruyó un violento desbloqueo de la planta de Senkata y logró que los cisternas lleguen a la sede de Gobierno aunque en Senkata y Villa Ingenio quedaron regados los cadáveres de 67 bolivianos.
El gabinete ministerial estaba dividido. Jorge Torres Obleas renunció cuando se tuvo noticia de los primeros decesos. Guido Áñez y Mirtha Quevedo dialogaron con campesinos en El Alto y no tomaron parte en la decisión de recurrir a la fuerza; Carlos Mesa abandonó al presidente pero no renunció a la vicepresidencia y así el gobierno de la “megacoalición” se cayó a pedazos hasta que el 17 de octubre Sánchez de Lozada y Sánchez Berzaín salieron de Bolivia.
En ambos capítulos murieron 100 personas. Ninguna democracia real se puede construir con semejante cifra de muertes en conflictos sociales. Y, peor aún, muchos delitos han quedado impunes, hay muchas víctimas sin justicia y hay muchos justos que tuvieron que pagar por pecadores.
En ese contexto, adquiere relevancia el acuerdo confidencial suscrito entre el Goni, Sanchez Berzaín y 10 de las víctimas de octubre de 2003, las que tuvieron fortaleza suficiente para luchar en la justicia estadounidense hasta conseguir un fallo acorde a sus intereses.
Quedan varias lecciones: los gobernantes deben recordar que su obligación es dialogar con todos y escuchar al pueblo; que las muertes de adversarios terminan sepultando a gobernantes autoritarios y, lo más triste, que en Bolivia no existe justicia verdadera