Medio: El Deber
Fecha de la publicación: domingo 05 de agosto de 2018
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Repostulación presidencial / 21F
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Bolivia parece estar condenada a vivir dramáticamente entre regímenes autoritarios y las inevitables insurgencias que esos provocan. Salvo unos periodos muy breves de sus casi 193 años de vida independiente, Bolivia ha tenido que sobrevivir entre periodos de inestabilidad política y caos social, cada uno de ellos con sus pesadas cargas y resultados nefastos, traducidos no solo en crisis económica, que pueden ser revertidas, sino también y lo que es peor, en saldos negativos e irreversibles que se contabilizan en muertes civiles y físicas de cientos de miles de bolivianos.
Este 6 de agosto de 2018 parece no querer escapar a la regla. Es que pese a estar viviendo formalmente uno de esos escasos periodos democráticos en sus 193 años de vida, etapa iniciada en octubre de 1982, Bolivia enfrenta otra vez una seria amenaza que ha vuelto a ponerla en vilo. Esta vez, no se trata de un golpe a la usanza de los militares de décadas pasadas, a los que resultaba fácil identificar como dictadores. La nueva amenaza llega tras la fachada de un aún incipiente y débil proceso democrático, con actores no tan nuevos como muchos insisten en creer, pero a los que les sobra sed de poder y cinismo político.
Todos los días dan muestra de ello, incluso en días festivos, como este 6 de agosto. Voces como las de algunos ministros e incluso la del presidente, a las que siguen en coro otras tantas de sus seguidores, dan fe de lo dicho. No se ruborizan al hablar de muertos, menos al anticipar que no dudarán en lavarse las manos luego de hacer correr sangre. Tampoco se incomodan al anunciar que están decididos a desconocer elecciones, referendos y más manifestaciones populares que no se ajusten a su afán de poder total y hasta el infinito. Y anticipan que así lo harán, más allá de lo que manden las leyes y la voz del pueblo.
Del otro lado, se oyen voces que alientan a la insurgencia. Como antes, como cada vez que le ha tocado a Bolivia enfrentar a regímenes autoritarios y a dictaduras. Es como si el tiempo se estancara en el pasado o retrocediera a épocas que creíamos superadas. Como si el sino de Bolivia fuera, definitivamente, vivir en una dramática insurgencia, como la ya narrada hace años por Charles Arnades en un libro que sigue provocando escozor, debate y polémica hasta hoy. Con la gran diferencia, por supuesto, de pasar de la narración a una nueva vivencia de los hechos, que puede ser tan o más cruel y nefasta que en el pasado.
¿Hasta cuándo Bolivia estará condenada a repetir esa historia de violencia, interrupciones en su tortuoso camino hacia la democracia, estancamiento y retrocesos? ¿Por qué resulta tan difícil cortar ese círculo vicioso y simplemente retomar el buen intento de octubre de 1982? Queda claro que no basta señalar a la actual cúpula gubernamental como la única responsable del absurdo momento histórico que Bolivia vive hoy, padeciendo los males de un régimen cada vez más autoritario, cuya amenaza es también cada vez mayor. Ya lo mostró la historia, tejida entre mandantes y mandados, entre abusivos e insurgentes.
Una historia a la que, tal vez, no le hemos dado la importancia debida y por eso volvemos a caer en el error de repetirla una y otra vez. Hechos históricos que memorizamos en aula solo para pasar de curso, pero a los que no vemos como pilares para la construcción de una ciudadanía sólida, comprometida en serio con el país, con su presente y su futuro. Una ciudadanía lúcida, indispensable a la hora de votar y elegir a gobernantes, de aprobar normas y leyes, de fiscalizar y controlar a los poderes del Estado, de dirimir frente a cada encrucijada, sin llegar a la urgencia de las insurgencias, que cobra tantas vidas.