Medio: Opinión
Fecha de la publicación: martes 22 de agosto de 2023
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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La fortaleza de un partido político es su militancia, sea cual fuese el color. La militancia permite ser ministro, embajador, diputado, tribuno o senador; secretaria, telefonista o inspector.
Ya no es necesario ser experto, catedrático o escritor; la militancia basta; aunque hoy es tal la exigencia, que además del mérito profesional propio, puede ser necesaria la afiliación, o cuando menos ser “fautor” de los hechos y estar bien relacionado, pues como menciona el dicho "el que no cae resbala", tal puede ser el caso de algún gestor de litigios, o intermediario de contratista de obras públicas, actuando entre el patrocinado y el servicio a la interpretación legal, o entre el proponente y el responsable que decide la adjudicación.
En esta sucesión de reprochables escándalos está de por medio la militancia. Es la razón de ser para los partidos políticos: sumar adherentes y alcanzar el gobierno; dar trabajo a sus militantes -no siempre eficientes en la gestión pública -, eso sí, combatientes de primera línea defendiendo al presidente, ministros y demás "hermanos"; una mano lava a la otra por más sucia que esté.
Acordarse de la militancia permite entender la ruina moral que vive la gobernanza; vana ilusión esperar que cambien o sancionen a un militante, por más coludido que esté, aunque algunas voces se desgañiten reclamando. Similar situación se da en los gobiernos regionales y municipales; la militancia es su escudo para mantenerse en el cargo, la capacidad profesional no es exigencia, más vale la lealtad a la sigla, o a quien decide el nombramiento.
Los militantes suman cientos de miles: son las bases, los muros y el techo del inexpugnable edificio político que irradia prepotencia y poder. Denuncias públicas, constataciones y pruebas, se diluyen con explicaciones abstractas: "¡caiga quien caiga!", repiten; pero, por otro lado, resulta siendo herejía reclamar el castigo por sus delitos. ¿Por qué tanta arbitrariedad queda enredada en la vergüenza indignante de la impunidad? Se destapa el ilícito, crece el morbo y huele la pudrición burocrática.
Toda esta repulsa que ya desespera a la colectividad, tendría que terminar con la inmoralidad imperante, más no será fácil, porque castigar a la militancia es poner en riesgo el poder, lo uno apuntala a lo otro; ambos, se refugian con arrogancia espesa en el disimulo cómplice y, por otra, porque en la evidencia histórica: ¡el pueblo no tiene memoria! Como dice Voltaire: "La política es el camino para que los hombres sin principios puedan dirigir a los hombres sin memoria". Ellos lo saben y volverán para ser candidatos.
El ciudadano tiene el poder supremo del voto, y cuando decida emitirlo bueno sería que tenga presente: "los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo".