Medio: La Razón
Fecha de la publicación: martes 04 de julio de 2023
Categoría: Órganos del poder público
Subcategoría: Órgano Ejecutivo
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La semana pasada concluyó con acontecimientos de trascendental importancia. Queda claro que la última palabra en cuanto a la conducción del Estado le corresponde al presidente Arce, sin que ello implique caducidad alguna para el liderazgo de Morales; es la lección que nos deja Del Castillo. Por otro lado, la súbita desaparición del principal medio opositor, Página Siete, no debería ser recibida con triunfalismo, sino con cautela, puesto que la opinión detractora hacia el gobierno ya no se verá limitada por normas del periodismo formal, abriendo paso para argumentaciones abiertamente emocionales, subversivas y violentas. Era mejor un Clinton recatado que un Trump sin bozal.
Pero me veo obligado a concluir, aunque sea provisoriamente, con el ciclo de reflexiones que inicié hace casi un mes sobre el extractivismo boliviano, que atraviesa la subjetividad de nuestro pueblo de manera tan trascendental como, a veces, irracional. Al respecto, existen trabajos de obligada consideración como los que aportó Fernando Molina en su prolífica obra académica, que, por razones de espacio y culpable incompetencia mía, no puedo abordar en este artículo. Resta decir que es la principal discusión que enfrentamos hoy, sobre todo después de la entusiasta aventura en la que nos estamos embarcando para industrializar nuestro litio.
El hecho es este: objetivamente, nuestra región es rica en recursos naturales altamente valorados en el mercado internacional, pero de los que no podemos disponer libremente porque carecemos de las capacidades técnicas y del peso (geo)político que su negociación global implica.
A partir de esta dura realidad, podemos adoptar una de las siguientes actitudes respecto a esta problemática fortuna: podemos, por un lado, resignarnos ante el fatalismo que enseña la pedagogía de la maldición de los recursos naturales, dando por sentado que nacer con abundantes riquezas no renovables necesariamente nos llevará a construir sociedades rentistas, vulnerables a posibles shocks del mercado internacional y, sobre todo, altamente conflictivas por su necesidad de capturar el excedente de su explotación. Si pensamos de esa forma, solo queda esperar que la buena voluntad del capital monopólico internacional y la sofisticación de la inversión extranjera directa nos libren de la enfermedad holandesa. No somos capaces de controlar nuestra suerte, así de simple. Mejor que vengan los que saben y tienen plata.
Por otro lado, podemos aceptar que, como sociedad, sufrimos de los devastadores efectos del intercambio desigual con los países industrializados que hoy se apresuran por nuestros recursos naturales, entre los cuales destacan una institucionalidad frágil y una organización política construida para perpetuar el acceso privilegiado de algunas clases a los beneficios que otorgan las rentas de dichos recursos, a costa del bienestar de otras mucho más amplias, que son excluidas de los mismos a partir de criterios tan perversos como falaces, que argumenta el racismo boliviano en todas sus variantes. Para superar dicho ciclo embrutecedor no solo es necesario ser más liberales que el más ilustrado filósofo de la igualdad, sino tener la voluntad política necesaria para emprender reformas que garanticen no solo una mayor capacidad de captación de ingresos que luego serán redistribuidos, sino la valentía de forjar alianzas comerciales y diplomáticas que desafíen la actual división internacional del trabajo.
Estados Unidos lleva décadas tratando de convencernos de que nos iría mejor como guardaparques o tienda de víveres que como productores de tecnología y conocimiento. Puede que China y Rusia tengan sus propias agendas, pero a ellos no les preocupa que Latinoamérica deje de ser un patio trasero. Pero nuestro orden interno está construido sobre un delicado equilibrio de captación de excedentes, y para superarlo es necesaria una burocracia tan comprometida como profesional. Al respecto, las columnas de José Pimentel ofrecen los insumos suficientes para reformar el sector estratégico del país por antonomasia: la minería.
O tenemos el valor para asumir el liderazgo regional necesario para liberarnos o aceptamos la fatalidad de ser un pueblo de pastores. El desafío está puesto sobre la mesa, ¿quién se atreve a responder?
(*) Carlos Moldiz Castillo es politólogo