Medio: El Deber
Fecha de la publicación: lunes 22 de mayo de 2023
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Democracia representativa
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En estos tiempos parecería que se abren dos caminos: el de la desilusión, con todo lo que ello implica en términos de una actitud pasiva frente a la realidad y el de un optimismo que puede parecer inocente cuando el vocabulario público se ha llenado de antiguos términos inquietantes como crisis, inflación, devaluación y desempleo, por mencionar algunos, a los que debe añadirse, por supuesto, el de corrupción y ahí cerquita el de pederastia, un escándalo que golpea a la Iglesia Católica.
En ese marco, hablar de optimismo no parece muy convincente, sobre todo si se considera, por ejemplo, que los problemas económicos son estructurales, que el fenómeno de la corrupción no solo se multiplica groseramente por todas partes, sino que quedaría encubierto indefinidamente de no mediar la guerra interna en el Movimiento al Socialismo y que, en asuntos de la fe, las ovejas descarriadas se convierten a veces en la imagen de todo el rebaño. A pesar de todo, Bolivia es un país “condenado” a la esperanza, porque hablar de otra posibilidad solo conduce el abismo.
¿En qué fundar el optimismo? Sobre todo, en que, si hacemos el ejercicio de mirar hacia atrás para buscar el paraíso perdido, nos daremos cuenta que desde la creación de la república no hubo un período idílico al cual aferrarse para afirmar que “esos sí eran buenos tiempos”.
Si no hay un tiempo al cual volver, ni un antiguo espejo en el que mirar lo que queremos ser solo nos queda el impulso para construir.
No es un tiempo fácil, sí, pero al menos nos queda el consuelo de saber por dónde no queremos caminar o en quienes ya no podemos confiar. Eso sin duda abre perspectivas diferentes, que posiblemente no se pueden descifrar de inmediato, pero que están ahí a manera de las piezas dispersas de un rompecabezas que nuevas manos tendrían que comenzar a armar.
Lo que está claro es que no es tiempo de salvadores y que, posiblemente por primera vez en muchas décadas, nadie tiene en sus manos la receta que permita resolver todos los problemas.
Por donde se mire, no hay un modelo económico que prevalezca con sus luces sobre las sombras de los otros, pero puede haber síntesis beneficiosas que impidan esa tradicional inclinación a los extremos o del borrón y cuenta nueva que ha sido característica de nuestra historia.
La democracia no puede ya permanecer como rehén de unos cuantos partidos, unos cuantos liderazgos y unos cuantos movimientos sociales que se arrogan una representación genuina.
Participación no es mendicidad de cuotas o membresías en el club de los dueños del poder, es protagonismo en la toma decisiones para cambiar aquello que se sostiene en el prejuicio, la “ventaja” o el interés.
El tránsito de los caudillos al de los administradores de las diferencias es fundamental para “refrescar” la democracia y conseguir que los que hoy observan con apatía, se sientan también parte de una causa común, de una tarea pendiente que los involucra para atender sus demandas y las de los otros.
El futuro será de los ilusos o no será, porque todo cambio de época supone el naufragio de una cultura y la esperanza de que siempre habrá una nueva orilla. No hay que sorprenderse si el optimismo anda suelto.