Una revolución tiene como principal característica al cambio, entendido este como la acción y efecto de dejar una cosa o situación atrás para tomar o asumir otra. En Bolivia, sobre todo, se suele refiere a ella en el sentido de un cambio profundo en las estructuras políticas y socioeconómicas de la comunidad.
Un cambiar, entonces, entraña dinamismo; es decir, se trata de una energía activa y propulsora, de una actividad con presteza y diligencia grandes. En el cambio no hay quietud ni estatismo, pues el estado de cosas se renueva permanentemente.
Lo contrario de cambio es la inmutabilidad, la permanencia, la perpetuidad o la conservación. Si el cambio transforma, la inmutabilidad deja todo como está. Puede que se modifique algo, pero es superficial y, por tanto, no afecta al fondo, que permanece igual.
Los partidarios del cambio son los revolucionarios mientras que aquellos que no quieren que nada cambie, los denominados conservadores. En la jerga política también se les denomina “contrarrevolucionarios”, y los primeros son considerados de izquierda mientras que los otros serían los de la derecha.
Todo esto, básicamente, tiene relación con la ciencia política, aunque no dejen de ser simples deducciones lógicas de hechos irrefutables y evidentes. Pero, cuando se aplican a la vida real, nos encontramos con sorpresas…
Se supone que los gobiernos que se proclaman de izquierda deberían ser revolucionarios; es decir, tender al cambio. Los hechos demuestran que solo actúan así en las primeras etapas de su accionar y, una vez que logran cambiar las cosas, las convierten en inmutables. El mejor ejemplo de esto es la revolución cubana porque, en efecto, cuando estalló, significó un gran cambio en el manejo de ese país. Una vez que el cambio se hubo operado, vino la etapa de la inmutabilidad: el nuevo régimen evita —hasta hoy— que las cosas cambien. La persona que apareció como líder de la revolución, Fidel Castro, gobernó casi medio siglo y, cuando dejó el poder, lo puso en manos de su hermano, en lo que claramente se advirtió como una sucesión de estilo monárquico, sujeta a las normas de la herencia, en lugar de una transición de gobierno.
Como se sabe, Cuba es el modelo de los partidos y gobiernos autodenominados revolucionarios y, quizás por eso, sus malos ejemplos han sido replicados por sus seguidores. En Venezuela, un país cuya crisis económica es el reflejo opuesto de sus riquezas naturales, Hugo Chávez gobernó literalmente hasta la muerte, mediante metódicas reelecciones, y, una vez que dejó esta vida, su sucesor, Nicolás Maduro, está repitiendo sus prácticas. Hay cambios, porque Venezuela es cada vez más pobre, pero el gobernante sigue siendo el mismo. Hay prorroguismo que busca permanencia, perpetuidad.
En Nicaragua, quienes han tomado el poder —y aseguran ser revolucionarios— son los esposos Ortega, que también buscan permanecer gobernando hasta el fin de sus días, mientras que en Argentina se ha adoptado el modelo del relevo temporal y, tras la muerte de Néstor Kirchner, su sucesora natural fue su esposa Cristina, que ya gobernó y pretende volver a postularse.
En Bolivia, donde Evo Morales intentó perpetuarse en el poder mediante cuestionables métodos de reelección, ha surgido, en el partido gobernante, la propuesta de renovación, es decir, de cambio, de revolución, pero el expresidente y su gente han salido al paso cuestionando esa tendencia y hasta calificándola de “traición”. Es la razón de fondo de la pelea entre “evistas” y “arcistas”. Los falsos revolucionarios no quieren que las cosas cambien. Al contrario, buscan que vuelva el que quiere gobernar hasta morir, a ver si esta vez lo logra.