Medio: La Razón
Fecha de la publicación: viernes 27 de julio de 2018
Categoría: Debate sobre las democracias
Subcategoría: Repostulación presidencial / 21F
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Hay que recordar que la oligarquía cruceña logró resistir la movilización social ascendente de la Revolución de 1952, tildando al campesino de “elemento menos deseable” de la sociedad; y que el sábado 19 de agosto de 1961, militares y policías al servicio de la derecha acribillaron a un grupo de campesinos para impedirles el ingreso a esa plaza, con un saldo de 16 muertos, 300 heridos y 600 arrestados.
Por tanto, desde el punto de vista humano, la recuperación de ese reducto del territorio nacional para todos los bolivianos fue un acto de justicia, que incomprensiblemente quedó manchado por la insólita aparición, en medio de la multitud, de un grupo de encapuchados autodenominados “Los talibanes gremialistas”.
Cuando la verdad salió a la luz, resultó que aquel grupo estaba compuesto por hombres y mujeres trabajadores de los mercados, quienes no solo reconocieron llamarse “Talibanes gremialistas” y portar pancartas con ese nombre, sino además, que se habían conformado hace cinco años y se habían manifestado de esa manera en otras oportunidades. Pero lo peor de todo fue la explicación de que la palabra “talibán” es un emblema que significa dar la vida, en este caso, por sus trabajos. El Gobierno le restó importancia a lo sucedido, tipificándolo como un error de muchachos que no iba a volver a suceder. Sin embargo, semejante aberración debe ser analizada con seriedad, porque conlleva implicaciones mucho más serias de lo que se pretende admitir.
En primer lugar, la palabra “talibán” no se puede reinventar fuera del contexto del pueblo afgano, del fundamentalismo religioso, y de un terrorismo que nada tiene que hacer en una Bolivia democrática en la que impera el respeto por la vida. La existencia de estos “talibanes” podría tener consecuencias para el pueblo boliviano. A saber, dar la impresión de una vinculación del MAS con el terrorismo islámico, la confirmación de la narrativa que defiende el supuesto atropello “colla” a la sociedad “camba”, y la reversión del legendario matonaje de la Unión Juvenil Cruceñista que fue eliminada por un proceso de cambio democrático e incluyente en el que prima la razón. Por ese mismo principio, deben ser eliminados todos estos grupos de choque, vengan de donde vengan.
La responsabilidad recae en los líderes del MAS, quienes saben lo que esto significa. El vicepresidente Álvaro García Linera, como ideólogo, educador y formador de cuadros del MAS, tendría que educar a sus bases sobre los límites legales y morales del activismo en democracia. El ministro de Justicia, Héctor Arce Zaconeta, debería explicar la legalidad o ilegalidad de circular encapuchado en público y la difusión de propaganda terrorista. Pero por sobre todo, la mayoría parlamentaria del MAS debería haber regulado la protesta, penalizado el matonaje y sancionado estrictas leyes de seguridad ciudadana.
El amedrentamiento es inmoral e inaceptable, pero el uso de capuchas, máscaras, cascos y todo tipo de objeto que esconda la identidad de las personas va mucho más allá, porque pertenece al mundo de los sicarios, ladrones y terroristas.