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Medio: El Diario
Fecha de la publicación: sábado 03 de diciembre de 2022
Categoría: Autonomías
Subcategoría: Departamental
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En la historia política de Latinoamérica, la bandera federalista ha sido solo un subterfugio para desplazar centros de poder político y económico a otros lugares del país, no en función de convicciones ideológicas o programáticas, sino de intereses personales o de estamento. Un pretexto para obtener ventajas particulares y no un deseo de buena fe de hacer progresar los países en su conjunto. Como dice Mario Vargas Llosa en su libro GARCÍA MÁRQUEZ: HISTORIA DE UN DEICIDIO, “la organización centralista o federal del Estado es, como en el resto de América Latina, el origen o pretexto de la pugna que enfrenta a conservadores y liberales a lo largo de buena parte del siglo pasado, así como el clericalismo y absolutismo de los primeros y el anticlericalismo y parlamentarismo de los últimos, aunque, en la mayor parte de los casos, las diferencias ideológicas son meras retóricas que disfrazan intereses y ambiciones de personas”.
Así sucedió en la Guerra Federal (1898-1899), cuando los federalistas paceños y los unitaristas sucrenses se enfrentaron fieramente en la altipampa boliviana. La bandera de ese evento bélico (el federalismo) en realidad fue una fachada, un pretexto para despojar la sede de gobierno a Sucre y, obviamente, el centro de las decisiones políticas y económicas del país. Lo importante era la disputa del poder para las élites. La prueba de ello es que, al cabo del conflicto (con triunfo total de los federalistas, tras la batalla del Segundo Crucero), Bolivia siguió siendo una república unitaria (y centralista). Entonces, cabe preguntarse: ¿Habrán pensado tanto José Manuel Pando como Pablo Zárate Willka en los intereses de la sociedad grande, del país en su conjunto? En el caso del segundo, indudablemente que no, pues su objetivo fue la redención de los indígenas solamente. Pero, según lo que se vio luego, el primero tampoco lo hizo. Más fue una pugna de intereses a favor del Partido Liberal —y sus prosélitos (mineros y terratenientes), claro está—, por una parte, y de la sociedad india, por otra, la cual evidentemente estaba al margen de la ciudadanía política.
Es por eso que cuando las reivindicaciones federalistas nuevamente saltan a la palestra pública del debate, siempre hay que actuar y pensar con cautela, caminar cuidadosamente. Pues, como lo dije en un artículo de hace ya varios meses, una cosa es que un país nazca siendo federal y otra muy diferente que, siendo unitario, pase a diferentes fases o estadios de descentralización política… Lo primero es signo de una organización auténtica y previsoramente federal, lo segundo, en cambio, puede serlo de una eventual y relativa pretensión de desvinculación jurisdiccional.
Cuando en América Latina se dieron este tipo de eventos violentos bajo banderas federalistas, los nuevos gobiernos que tomaron el poder fueron prácticamente iguales a los anteriores: autoritarios, nepotistas y poco amigos del cambio de las mentalidades agarrotadas que caracterizan a las sociedades caudillistas. En Venezuela, por ejemplo, se dio algo similar a lo ocurrido en Bolivia: hubo guerra federal en la que los insurgentes eran sobre todo campesinos, pero al cabo del conflicto no hubo algún cambio. José Loreto Arismendi dijo luego que durante varios años se habían enfrentado para reemplazar ladrones por ladrones y tiranos por tiranos.
Ahora bien, en Bolivia el liberalismo sí introdujo reformas importantes, tanto a nivel legal como material. Pero el federalismo nada modernizó porque ni se llevó a la práctica, y en algunos casos ni siquiera descentralizó la economía; lo único que hizo fue traspasar el poder de una élite a otra.
Ese dicho de “en río revuelto, ganancia de pescadores” es muy cierto. La sociedad boliviana siempre ha sido víctima pasiva de este tipo de crisis, en las que las élites (generalmente oligarquías y plutocracias) obtienen réditos para favorecerse ellas mismas. Si Bolivia se volviera un país federal, es muy posible que la mentalidad centralista siguiera intacta en los gobernantes, y la realidad no cambiaría. A esto hay que sumar que muchos de quienes piden federalismo no saben bien lo que significa una organización federal, pero aun así lo demandan a todo pulmón porque sus líderes lo hacen.
Los que claman federalismo como si este fuera un remedio para los males que hoy padecemos, de alguna forma creen, como los revolucionarios de izquierda, que la solución se dará de la noche a la mañana, cuando lo que dice la doctrina liberal es que hay que tratar de evitar las medidas de shock, apelando a transformaciones graduales e indefectiblemente lentas. Tal vez nosotros no vivamos para ver el cambio que todos anhelamos.