Medio: El Deber
Fecha de la publicación: viernes 18 de noviembre de 2022
Categoría: Autonomías
Subcategoría: Departamental
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La necesidad y la urgencia de tratar, estudiar y discutir la cuestión regional, desde un marco democrático, para pensar la relación de Santa Cruz con el Estado central, centralista y concentrador, amén de represivo, me lleva a recordar estas citas. Siguen siendo actuales.
En el marco de abandonos u olvidos desde el Gobierno central, surgen los llamados “regionalismos”, que para autores como el peruano José Carlos Mariátegui, ya en 1928, eran “la expresión vaga de un malestar y de un descontento” como lo fueron las cruceñas hasta el Memorándum de 1904, cuando adquirieron formas orgánicas y de protesta política, bajo el manto de la descentralización. Siguiendo a Mariátegui, “el fin histórico de una descentralización no es secesionista, sino por el contrario unionista. Se descentraliza no para separar y dividir a las regiones, sino para asegurar y perfeccionar su unidad dentro de una convivencia más orgánica y menos coercitiva. Regionalismo no quiere decir separatismo”.
Para el historiador cruceño Isaac Sandoval Rodríguez, “el problema regional conlleva un contenido de lucha de clase, pues así como no puede darse una región desprovista de hombres de carne y hueso, de una población determinada, tampoco puede hablarse de un problema social en abstracto...”. Y afirma que la matriz del proyecto regional se ubica en el conjunto de relaciones estructurales del sistema que “al condicionar un desarrollo desigual entre regiones, conlleva una latente conflictualidad entre grupos sociales dominantes en el centro y la periferia de la formación social nacional (...) y se convierten en la razón causal explicativa …”.
Por su parte, Roberto Vila de Prado señala que “los movimientos regionalistas serán más fuertes si el Estado nacional se caracteriza por fuertes disparidades regionales y existen regulaciones que establecen transferencias financieras desde las regiones más ricas a las menos ricas, y las primeras no son el centro político de la nación…”.
El mismo autor señala que la ineficacia de la capacidad del Estado para integrar a las regiones en su proyecto político “disminuyen los incentivos que los movimientos regionales pueden tener para seguir formando parte” del mismo. Y como el Estado no integra “a las élites regionales en el sistema de élites nacionales”, siempre estará latente “el desafío que suponen a la estructura de poder establecida”. Es decir, la presencia de otras élites, que pueden crear “competencias territoriales que no están separadas por fronteras”. En el mismo trabajo Vila de Prado sostiene que “cuando crece la competencia en unidades territoriales que no están separadas por fronteras, gana credibilidad el argumento de que la autonomía política es necesaria para aumentar la competitividad económica”.
No fueron los catalanes ni los vascos quienes empezaron a hablar con criterios jurídicos y prácticos de las autonomías en España. Fue un madrileño que enseñaba Metafísica: don José Ortega y Gasset. Ya en 1926, se imaginaba la “nueva anatomía de España: la Península organizada en grandes regiones. A este poder local se entregaría la solución de los asuntos localizados en la existencia provincial. En manos del poder central y su Parlamento Nacional quedarían muy pocos asuntos. A temas locales, soluciones locales. En vez de un solo gobierno, enorme y abstracto, nueve o diez gobiernos menores que él. Es preciso acercar todo lo posible el lugar de la sentencia al lugar de la delincuencia. La autonomía regional traerá consigo la multiplicación de la capitalidad. Que la provincia sea lo menos provincia y lo más capital posible: esto es lo que importa conseguir”.
Para concluir en el presente, desde la economía, “acercar lo más posible la oferta a la demanda”, como dice la economista Carolina Gutiérrez Tejada.