Medio: La Razón
Fecha de la publicación: sábado 22 de octubre de 2022
Categoría: Órganos del poder público
Subcategoría: Órgano Ejecutivo
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LA PAZ / 22 de octubre de 2022 / 01:37
Los intentos patéticos para replicar coyunturas pasadas nos hacen perder de vista las dinámicas de cambio que están transformando al país. El conflicto por el Censo, el desorden interno en el oficialismo y la desestructuración de las fuerzas opositoras formales son síntomas del agotamiento del esquema de gobernabilidad que organizó la política en los últimos 15 años, pero también la evidencia de que algunos cambios ya no se pueden revertir.
Después de la aprobación de la nueva Constitución en 2009, la política se reordenó alrededor de un proyecto político que les dio centralidad a los segmentos nacional-populares y que fue liderado por dirigentes provenientes de esos sectores. El apoyo y legitimidad que acumularon esos cambios fortalecieron el papel de Evo Morales como el gran organizador, mediador y decisor de la heterogénea coalición sociopolítica que sostuvo ese proceso.
Fueron tiempos en los que el gobierno gozaba de una gran capacidad de decidir y ejecutar, en los que la política giraba en torno a un oficialismo relativamente cohesionado y ordenado en torno a su líder y en los que las fuerzas opositoras asumieron un papel secundario debido a su incapacidad de comprender el aire y los ánimos sociales de ese nuevo tiempo.
La crisis política de 2019-2020 demostró la fragilidad de esa arquitectura, pero no logró, desde mi perspectiva, modificar los elementos esenciales de esas transformaciones. El gran fracaso de las élites restauradoras durante el gobierno de Áñez y su incapacidad de sostenerse en el poder demostraron que el retorno a la república oligárquica ya era imposible.
La democratización social de las dirigencias políticas, el peso de las organizaciones sociales en la gestión del poder y la centralidad del Estado en la economía son datos que nos seguirán acompañando todavía por largo tiempo. Sin embargo, esa cultura política, hoy hegemónica en el país, no se está quedando estática, se está adaptando rápidamente a los cambios en el contexto y a las nuevas correlaciones de fuerza al interior de la sociedad boliviana y del propio espacio social oficialista.
Uno de los rasgos clave de esta nueva etapa, que parece estar comenzando, tiene que ver con la creciente autonomía de muchas de esas organizaciones y dirigencias de origen plebeyo frente al Estado y las estructuras políticas formales, tanto oficialistas como opositoras. De ahí, el colapso de las oposiciones institucionalizadas que no ven ni hablan con esos segmentos y el desorden al interior de la coalición masista que debe ahora lidiar con rivalidades dirigenciales y sobre todo con instrumentos ineficaces para organizar a la pluralidad de intereses y actores que coexisten en su propio seno.
El otro cambio es la emergencia de nuevos juegos de poder territoriales vinculados al redespliegue regional de las economías, formales e informales, en el último decenio. La emergencia del Oriente se ha consolidado, pero sin que el Occidente pierda protagonismo sostenido por la expansión de la minería y el dinamismo de sus sectores de servicios. En ese escenario, Santa Cruz refuerza su liderazgo económico, pero, al mismo tiempo, su articulación íntima con la sociedad y economía del país en su conjunto. De ahí que la radicalidad regionalista va resultando anacrónica.
Estamos pues ante la consolidación paulatina de una sociedad más diversa, con múltiples juegos de poder políticos, sociales y territoriales, pero también más conflictiva, preocupada de intereses grupales y particulares, con prácticas políticas informales, desconfiada de las estructuras partidarias y en la que el orden y la coherencia es más difícil de construir. Sospecho que ni siquiera el retorno de un gran líder popular ya podría ser suficiente, al igual que el intento de disciplinar esa diversidad mediante una estructura partidaria de estilo leninista.
Cierto, la cultura política nacional popular es hegemónica, pero eso no garantiza alineamientos automáticos ni coherencias programáticas en muchos casos. El Gobierno y las dirigencias tendrán que ir aprendiendo a persuadir, a comunicarse de maneras más sofisticadas con esas diversidades y a construir coaliciones caso por caso, cediendo y transando. Pero también, se precisa (re)construir autoridad estatal e institucional porque no todos esos intereses aportan al bien común de todos los bolivianos.
No es un mundo muy halagüeño, es más inestable y feroz en muchos sentidos. Hay una exigencia de innovación, audacia y capacidad de escucha de todas las élites políticas, pero no parecen haber otras opciones si se quiere gobernar y sobre todo darle un horizonte al nuevo país.
Armando Ortuño Yáñez es investigador social.