Medio: El Potosí
Fecha de la publicación: domingo 22 de julio de 2018
Categoría: Órganos del poder público
Subcategoría: Órgano Judicial
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Es difícil precisar cuándo comenzó el declive del prestigio de la administración de justicia en Bolivia pero una cosa es segura: aumentó en progresión geométrica en los últimos años.
Hoy en día, la palabra “justicia”, que tiene diferentes acepciones, es sinónimo de opresión; es decir, de una sensación de agobio y desasosiego grave. Se ha convertido en todo lo contrario de aquello que debería defender: la libertad individual.
Bolivia es uno de los países que es capaz de encerrar a sus ciudadanos aún sin sentencia. Es emblemático el caso de Ángel Fernández Acuña, un quechuaparlante que estuvo más de 14 años en la cárcel sin sentencia ejecutoriada. Entre las muchas agravantes de este caso está el hecho de que el delito por el que fue acusado tenía una pena máxima de ocho años de reclusión.
A esta revelación, todavía reciente, se suma la noticia de que la persona que fue encarcelada en Sucre por supuestamente haber violado a una niña de nueve años con síndrome de Down es inocente. El verdadero autor, que además confesó su crimen, fue detenido el viernes.
La persona detenida sin culpa alguna estuvo encerrada más de 12 días. En un país que se precie de civilizado, debería de haber sido liberado de inmediato, ni bien se conoció que es inocente, pero eso no ocurre en Bolivia. Aquí, debido a que eso dice la Ley, debió realizarse primero una audiencia para que la autoridad judicial ordene la “cesación de la detención preventiva”. Al ser la libertad uno de los mayores valores del ser humano, la jueza de este caso pudo programar la audiencia para el mismo viernes, habilitando horas extraordinarias, pero no lo hizo. Se dejó llevar por la modorra burocrática que caracteriza a la función pública en Bolivia y, así, mantuvo preso al inocente por más de un día adicional al tiempo que ya estuvo detenido.
Ahí tenemos dos ejemplos del mal manejo de la administración de justicia que tanto llanto provoca en Bolivia. Jueces, fiscales y policías parecen olvidar que detrás de cada detenido existe una familia, personas que sufren por él, y actúan con alarmante indolencia.
El drama comienza desde el momento en que se denuncia un delito, sin importar cuál sea su gravedad. Los policías, que son quienes reciben las denuncias, las registran como declaraciones y luego siguen un procedimiento burocrático que se traduce más en papeles que en acciones efectivas. No se mueven… no investigan. Las cosas llegan a tal punto que son los mismos denunciantes quienes deben investigar el crimen y, a veces, incluso a detener al o los autores. Para que un policía se movilice, hay que pagarle el costo de su transporte.
Luego están los fiscales, aquellos que, sin ser jueces, actúan como tales porque deciden quiénes serán o no serán procesados. Si imputan, hay juicio; si no lo hacen, el caso se archiva y el acusado se libra de ir a un proceso. Eso les da un enorme poder sobre las personas que son acusadas de la comisión de delitos. Es la fase en la que algunos llegan a cobrar; es decir, recibir sobornos, para cerrar un caso.
Los jueces forman parte de una estructura todavía más complicada, el Órgano Judicial, uno que, pese a los adelantos de la tecnología, no consigue superar sus trabas burocráticas y no cumple sus propios plazos. Mientras las audiencias se suspenden y los incidentes se resuelven, pasan los días y los detenidos siguen en las cárceles.
En lugar de resolver los problemas que tiene la administración de justicia, el actual gobierno complicó todavía más la cosa al convertir en electivos los cargos judiciales. Por ello, los jueces no son precisamente los mejores abogados sino aquellos con una candidatura generalmente promovida por un partido político, el del gobierno. La justicia se ha politizado… se ha podrido.