En la práctica política de nuestra América, el clientelismo es la mala costumbre de copar los cargos públicos con militantes, o por lo menos simpatizantes, de los partidos gobernantes. Y esa conducta es la misma tanto en el gobierno central como en los subnacionales; es decir, gobernaciones y alcaldías. Los partidos u organizaciones políticas no cuentan, ni siquiera sus diferencias, porque todos actúan de la misma forma.
El problema es que esa práctica produce anomia, entendida esta como un estado de desorganización social.
La anomia detiene a la sociedad, impide el crecimiento económico y crea un ambiente dentro del que el abuso, la violencia y la astucia indebida se convierten en las condiciones del éxito.
Cuando un sistema de justicia es débil, o corrupto, como el boliviano, y arrastra un conjunto de defectos estructurales, los elementos más dañinos de la sociedad adquieren mayor libertad de acción y, con ello, perjudican e incluso neutralizan la labor de los sectores productivos y correctamente intencionados. Se dan niveles mayores o menores de anomia, que tienden a desorganizar las iniciativas de las personas y las empresas interesadas en crear e innovar, pues para ello resulta imprescindible un ambiente de estabilidad, orden y previsión.
Cuando hay anomia, bien por carencia de leyes, por ausencia de instituciones capaces de ejecutarlas o porque la sociedad no tiene costumbre y predisposición de cumplirlas, los efectos son los siguientes:
—Los jóvenes consideran que ya no es necesario estudiar, pues los títulos universitarios importan poco o nada, puesto que lo único que cuenta es la militancia política.
—Los políticos ya no llegan a un puesto público para servir al pueblo, sino a servirse de este. El sueldo es apenas una parte de sus ingresos, puesto que los mayores provienen de las coimas.
—Los empleados son víctimas de la casualidad y la discrecionalidad, por lo que no tiene sentido que se empeñen en acumular méritos y mucho menos en tratar de avanzar en la vida sobre la base de ellos.
—Los empresarios temen iniciar nuevos proyectos, pues no tienen garantías de que su esfuerzo no será aprovechado ilícitamente por competidores inescrupulosos o cancelado por alguna decisión abrupta e inexplicable del gobierno de turno.
— Los contratos se encarecen, pues no existen garantías de que los contratistas cumplan a tiempo y adecuadamente su compromiso. Para colmo, estos han pasado a formar parte de las mil y una formas de corrupción, puesto que la práctica de los sobornos se ha convertido en moneda corriente.
—Los banqueros y financiadores se ven obligados a exigir fianzas y garantías mayores a las normales para la concesión de créditos, a fin de protegerse por sí mismos anticipándose o sustituyendo a las instituciones jurídicas.
—El Estado no puede recaudar las contribuciones que le corresponden, y el evasor siempre encuentra un sitio seguro en el cual refugiarse. La falta de dinero fiscal causa que las políticas públicas, inclusive las que son necesarias para reparar los desajustes institucionales de la justicia, sean inviables. Con lo que se cierra un nuevo círculo vicioso.
En resumen, la anomia detiene a la sociedad, impide el crecimiento económico y crea un ambiente dentro del que el abuso, la violencia y la astucia indebida se convierten en las condiciones del éxito. De esa forma, las perspectivas futuras son siempre peores: la falta de justicia no sólo perjudica la prosperidad colectiva, sino que también hace imposible la convivencia pacífica.
Y esta situación no la provoca un partido u organización en particular, sino todos, sin importar ideologías o colores políticos.