Medio: La Razón
Fecha de la publicación: miércoles 06 de julio de 2022
Categoría: Organizaciones Políticas
Subcategoría: Democracia interna y divergencias
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Jichhapi jichaxa decían en 2005, antes de ganar las elecciones. Ahora es cuando, en aymara. “Nunca más sin nosotros”, también. Era la irrupción del movimiento popular más importante en el país, incluso más que la Revolución de 1952. Era el anticipo de la llegada al poder del Movimiento Al Socialismo (MAS) y la instalación de su líder histórico, Evo Morales.
Desde su victoria electoral, el 18 de diciembre de ese año, ese partido surgido de los sectores más deprimidos del país no cesó en su fuerza; se reprodujo a través de acciones históricas, como la instalación de la Asamblea Constituyente, la aprobación de la nueva Constitución, la denostada nacionalización de hidrocarburos, la consolidación de las autonomías, la reivindicación indígena, la gestión de un nuevo modelo económico y sus resultados favorables, y la propagación de obras en lugares donde ni conocían un presidente, aunque en otros también elefantes blancos…
Sin embargo, no todo lo que hizo fueron cosas buenas. Una serie de hechos ensuciaron su gestión y, entre ellos, el desfalco al Fondo Indígena —que desahució la “reserva moral”— y la insistencia en la repostulación de Morales, el incumplimiento del mandato del referéndum de 2016 y el recurso planteado ante el Tribunal Constitucional que convalidó esa acción, que le restaron crédito al MAS y generaron movilizaciones políticas que se decantaron en la crisis poselectoral de 2019.
De esa crisis, el MAS resultó casi desahuciado; solo su fuerza social pudo mantenerlo en pie. Su fuerza política decayó con la renuncia de Morales y circunstancialmente cedió terreno a fuerzas rupturistas y negacionistas, que —a título de recuperación de la democracia— instalaron, a fuerza de interpretaciones legales antojadizas y una hegemonía mediática, un poder político distinto al de 14 años.
Mientras Jeanine Áñez usufructuaba el poder y Morales deambulaba en el exilio tras su salida a México, los cuadros políticos del MAS quedaron dispersados y anulados a fuerza del ministro Arturo Murillo, un funcional Ministerio Público y una politizada Policía Boliviana, que junto a las Fuerzas Armadas había sido el factor clave del derrocamiento de Morales.
El MAS no tenía voz; así como se cuestionaba el abandono de Morales a sus bases, los que se quedaron en el país no lograron neutralizar el discurso que lo vinculaba con el terrorismo y la arremetida política, y se escondieron en el miedo y la impotencia. A sus anchas, el régimen impuso su versión.
Sin embargo, la ruptura constitucional fue reencauzada con las elecciones del 18 de octubre de 2020, cuando, con el apoyo del 55,1%, el MAS recuperó el poder e instaló en el gobierno a Luis Arce, ministro de Morales.
Fue la primera vez que esa fuerza política tuvo en la Casa Grande del Pueblo a un hombre que no sea Morales, y éste resignó las mieles del poder con un protagonismo político que coincidió con la dicotomía “fraude”-“golpe”, que aún es materia de debate y confrontación. En la búsqueda de responsables de la derrota en 2019, el oficialismo encontró tensiones inhibidas en los últimos años, aparecieron quienes, desde el Gobierno, comenzaron a cuestionar al expresidente.
Morales no es un tipo que se calla. Su liderazgo —aunque intacto en grandes sectores populares— ingresa en tela de juicio al descuidarse por mantener la unidad de su partido, a pesar de una intensa campaña orgánica: talleres, cabildos y congresos.
El hombre no es capaz de recuperar voces disonantes; las enfrenta y confronta. Lo peor, las pone en evidencia, como pasó con el ministro Eduardo del Castillo, cuando cuestionó su gestión en la lucha antidroga, teniendo la oportunidad y la autoridad política para hacerlo de forma orgánica y ante Arce. Como si no tuviera acceso a esos recursos.
Hablando de “serruchos”, acaba de echarle dardos al vicepresidente David Choquehuanca: “Algunos se llenan la boca (con) unidad y unidad cuando tienen sus propios proyectos”.
Esa actitud se reproduce en sus correligionarios, que también son capaces de echarle lodo a su partido, y de la peor manera: vincularlo con el narcotráfico. Aunque el diputado Rolando Cuéllar matizó su denuncia diciendo que el segundo hombre del MAS, Gerardo García, recibió fondos del ilícito, y no dicha organización, el caso es suficiente para sus detractores y la agenda mediática.
Las tensiones en el MAS se están ahondando y tienden a socavarlo con miras a 2025. Y Morales siquiera debería pensar en reponer las sillas destruidas en los cabildos.
Rubén Atahuichi es periodista.