Medio: Los Tiempos
Fecha de la publicación: miércoles 24 de noviembre de 2021
Categoría: Autonomías
Subcategoría: Departamental
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Como cualquier categoría de la teoría política, los modelos de Estado son construcciones teóricas neutras y abstractas que se concretizan cuando se aplican en determinada realidad social, económica, política e histórica. En palabras más simples, ni el modelo de Estado unitario ni el modelo de Estado federal son, innatamente, buenos o malos.
Hay Estados unitarios bastante prósperos, con socialdemocracias que funcionan y mayores índices de igualdad, como Suecia y Uruguay. Pero también hay Estados federales, como Canadá y Suiza, con diseños institucionales interesantes e igualmente con buenos índices de equidad y prosperidad. Entonces, no se puede, a priori satanizar y/o endiosar a ningún modelo de Estado, la calidad de su funcionamiento dependerá de su adecuación al contexto.
Si se trata de América Latina, hay que advertir que hemos ensayado los dos modelos de Estado y en la mayoría de ambos casos todavía no se han saldado la histórica desigualdad, el congénito abuso de poder y tampoco las prácticas centralistas.
Está México, cuyo federalismo no evitó los autoritarismos centralistas de los regímenes de Santa Anna y Porfirio Díaz y luego el centralismo de la hegemonía partidaria del PRI. Es decir, el federalismo no pudo impedir la expresión del centralismo de la cultura política mexicana, sus gobiernos se dieron la forma de perpetuar la concentración del poder. En el caso de Argentina, después de padecer por mucho tiempo la violenta lucha entre federales y unitarios, igualmente se consolidó el modelo de Estado federal, pero ello no implicó que desapareciera el célebre centralismo porteño.
Por otra parte, hay Estados unitarios cuyo centralismo ha significado la profundización de prácticas autoritarias y la vigencia de la desigualdad. Es el caso de un Chile militarista, país donde no faltan los que endiosan a los dictadores más escandalosa y opresivamente centralistas, o de un Perú con su centralismo anclado en Lima y que significó y significa la terrible desigualdad estructural entre la gran capital y el resto del territorio.
Por ende, allende los modelos de Estado, en América Latina hay una suerte de especial predilección por la concentración del poder y a ello se adaptan los diseños institucionales.
En Bolivia este fenómeno es bastante obvio, parece que llevamos al centralismo en cada poro de nuestra formación social y cultura política, comprendiendo al centralismo como la obsesión por concentrar y controlar cada resquicio del poder.
A fines del siglo XIX, Bolivia se vio enlutada por una guerra civil cuyo eje discursivo fue la discusión del modelo de Estado. Por un lado, estaban los unitarios de Sucre del Partido Conservador, que representaban a la plutocracia de la plata. Por otro, los del Partido Liberal, los “federales” de La Paz, encarnaban a la plutocracia del estaño. Y después de sangrientas batallas, genocidio, torturas, terribles tragedias distintivas de las guerras, sucede que los que ganaron la guerra, los supuestos “federales”, lo único que hicieron al tomar el poder, fue trasladar la sede de gobierno de Sucre a La Paz para continuar no más con el modelo de Estado unitario cerrado y con las praxis centralistas que sus adversarios. ¡En el fondo, no les interesaba el cambio de modelo de Estado y/o la descentralización territorial, sino asegurar su “turno” para usufructuar, concentrar y abusar del poder! ¿Les suena?
En ese sentido, históricamente en Bolivia los gobiernos son tozudamente centralistas y ello a pesar de los procesos de descentralización de los años 90 del siglo XX y de que hoy contemos con un modelo de Estado supuestamente descentralizado: el modelo autonómico. Con o sin “descentralización”, la tendencia es tratar a la gestión pública como una enorme agencia de empleos que beneficia al partido o coaliciones de partidos que acceden a los gobiernos de turno y, en ese marco, concentrando el poder lo más posible para “retribuir” “favores” de la militancia ovejuna, y cooptando las instituciones del Estado para abusar del “privilegio” de gobernar.
Por eso los gobiernos ponen énfasis en el fortalecimiento de los aparatos punitivos para el mantenimiento del poder a toda costa y, al mismo tiempo, la cultura política boliviana tiene peculiar debilidad por los caudillos de opereta, abundando los ciudadanos/as sumisos y permisivos ante el abuso de poder, siempre y cuando sea “su” caudillo el abusivo y no el del rival político.
De esta manera, tal cual los “federales” de fines del siglo XIX, viene dando lo mismo si es el gamonal gobernador de Santa Cruz, los caudillos ocasionales de los gobiernos municipales, los rancios plutócratas de antaño, o los nuevos potentados de hoy anclados en el partido hegemónico azul. Todos son pro “descentralización”, “autonomistas” y hasta “federales” siempre y cuando no sean ellos los que manejan el poder central.
Ya con la guitarra en mano, todos muestran su verdadera cara: centralistas, déspotas, adictos a la concentración del poder y obsesivos con el control de las instituciones a su alcance, muestras evidentes de ello son las viciadas administraciones públicas de todos los niveles autonómicos, gestiones que no se libran de los recurrentes —históricos— vicios.
La autora es socióloga