Tras el conflicto con los cívicos y algunos sectores sociales, que está en cuarto intermedio, el Gobierno ha sacado nuevamente a relucir el argumento de la discriminación racial, que con ese denominativo figura incluso en la conminatoria de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para el esclarecimiento de los sucesos de Potosí, en los que murió un campesino Basilio Titi.
No obstante, desde hace años que se advierte una utilización de esa terminología con fines de victimización por parte de los distintos gobiernos del Movimiento Al Socialismo (MAS). Bueno sería que midiese con la misma vara a aquellos indígenas o campesinos que en varias oportunidades, a lo largo de los últimos tres lustros, se han manifestado en contra de políticas gubernamentales. Es el caso de la marcha indígena que salió de Trinidad el 25 de agosto y, hasta ahora, no ha merecido la atención necesaria por parte de las autoridades.
En los discursos de campaña y de gestión administrativa resaltan una faceta: el gobierno de todos, el que escucha a su pueblo; pero, al menos con los indígenas de tierras bajas, no se ha presentado ese lado amable.
Escuchar al otro genera empatía y reciprocidad, acerca a los seres humanos que, al comprenderse, son capaces de unir fuerzas y lograr imposibles que las actitudes egoístas y soberbias nunca podrían conseguir.
No se ama lo que no se conoce. Tampoco se entiende lo que no se vive en su grado más cercano. El Gobierno no se ha ocupado de aproximarse, siquiera para comprender, lo que padecen los reclamantes de la marcha indígena, parte de un problema profundo y ancestral. Aceptar el diálogo, despojado de prejuicios, es una obligación con la que se demostraría tolerancia y respeto.
Tal vez los interlocutores no estén cumpliendo la función que amerita el momento, a pesar de los intentos; sin embargo, el mensajero no puede resultar el culpable de la incómoda situación que se evidencia en las alturas del poder. Los indígenas han enviado al menos tres cartas al Órgano Ejecutivo solicitando diálogo, pero la respuesta ha sido el mutismo.
Delegados de Naciones Unidas se reunieron con la mayoría de los marchistas, pero no así el Gobierno. “Hemos apelado a ustedes, porque el Estado de nuestro país nos ha demostrado que no está con nosotros ni para nosotros, (además) no sabemos el porqué”, dijo el “Tata” Marcial Fabricano, cabeza visible de la marcha.
El jefe de la misión técnica de la Oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Antonio Menéndez De Zubillaga, acompañado por la oficial de Derechos Humanos, María Gomes Werneck, se comprometieron a interceder y hacer llegar los requerimientos de los marchistas al Gobierno nacional.
Los indígenas de la Amazonia, Oriente y Chaco de Bolivia piden el respeto a sus territorios. Rechazan los asentamientos ilegales, además de exigir la abrogación y derogación de las normativas que permiten avasallamientos en los territorios indígenas ancestrales. Este paquete de denuncias contra el tráfico de tierras se puntualiza en la actividad extractiva en los territorios indígenas en el polígono 7 del Tipnis. En el paquete de demandas incluyen el pedido de una nueva ley agraria y la creación de nuevas TCO para los pueblos indígenas ancestrales.
El Gobierno, que se dice defensor de los indígenas, no les escucha.
Sosteniendo que hay “indígenas de primera y de segunda” en el país, los marchistas no pierden las esperanzas de ser escuchados. Al fin y al cabo, merecen el respeto digno y soberano que todo habitante de este suelo debe tener, como reza la Constitución Política del Estado, de la que tantas veces se nombra “para vivir mejor”.
Pero “vivir mejor” es gobernar para todos, no solo para aquellos que aceptan, y comparten, nuestra visión del mundo.